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lunes, 31 de diciembre de 2012

Mensaje



Por Ever Román

Tengo 31 años, vivo hace 5 en el extranjero y me escribió el señor Da Ponte pidiéndome que escriba un texto para el relanzamiento de El Yacaré. La predicción se ha cumplido: soy un escritor famoso y necesitan de mi prosa en mi país. Esto me estimula pero a la vez me desconcierta. Me dan la oportunidad de redactarle un mensaje a mi país. ¿Pero cuál?



No me gusta la humanidad, detesto a mi prójimo, todos los paraguayos son colorados y estronistas; la democracia es un timo, la Sociedad de Escritores del Paraguay un fraude y Asunción rima con corrupción. Con esto, creo, acabo de sublimar mis fantasmas. Pero tengo más: soy ciudadano de un país que me espanta. Se me abalanza encima cuando leo las páginas amarillas del mundo (latrocinio, huelgas de hambre, asesinato de campesinos, tráfico de drogas, putas, cafichos y futbolistas) y cuando miro mi documento de identidad.

¿Qué es mi país, sin embargo? Voy a responder esta pregunta por una cuestión metodológica. Sabiendo a quién hablo encausaré mis palabras para que produzcan un efecto mayor.

Hasta principios de este año, iba escuchando noticias realmente raras: los hospitales paraguayos daban asistencia gratuita, se reactivó la televisión pública donde entró a trabajar gente realmente interesante, las organizaciones sociales encontraron espacio para accionar desde el estado, se comenzó un proyecto de re-distribución de tierras, le dieron un premio a una novelista paraguaya muy buena, se lanzaron excelentes libros de literatura, obras de teatro, lo cultural temblaba en la epidermis asuncena como la celulitis, los colorados miraban el mundo con ojos desorbitados, su corazón estaba roto, la izquierda paraguaya se había organizado medianamente bien, incluso hacía menos calor, etc., etc. Un país bonito, eso parecía. Un país completamente extraño, ignoto para mí, algo que mi pobre mente acostumbrada a sinapsis depresivas jamás pudo asimilar. Pero coronando todo, la cereza, pululaban aún los campesinos sin tierra, los sojales comiendo selvas, aldeas, personas, la pobreza y lo residual.

Cuando ocurrió el golpe, lo sentí como el retorno de lo eternamente familiar. Volvió a instalarse el concepto con el que crecí: mi Paraguay es una densidad en la que se aglomeran todas las pesadillas, el odio, la muerte y la desidia; donde los civiles visten botas militares, las mujeres tienen pene y los hombres son irremediablemente impotentes, golpeadores y estúpidos, el Estado funciona como una empresa privada, las abuelas fuman marihuana y los abuelos vomitan la caña matutina en las veredas de los pueblos espeluznantes y desamparados del interior, los indígenas ocupan un puesto por debajo de las ratas y los amigos se llaman perros entre sí.

Mi Paraguay, en fin, era una idea burguesa de lo horrible, lo vergonzoso, el basural del infierno.
Así que si tengo que darle un mensaje a ese Paraguay, me resulta fácil. Aquí va:

 ¡A la mierda!

Pero la densidad ya no es la misma, el concepto se fue resignificando, se complejizó. Nuevas potencialidades vagan trazando otros planos, otra geografía política, social y cultural. No dejó de ser lo anterior, solo que ahora es más que eso. Casi se parece, pienso, a una esperanza. Aún con la dictadura, con las persecuciones políticas, con Curuguaty, con el narcotraficante Cartes, etc., etc.

Mi  mensaje, entonces, va para esa entidad en formación:




Compatriotas,
no seamos boludos, la cosa es ahora otra cosa,
hay que ser valientes y asumirlo.
Desalojemos al zombi del sillón presidencial,
no solo del Mburuvicha Róga, sino
también del desgastado trono de
nuestro sistema de pensamiento,
de nuestra todavía fértil imaginación.

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